De niño pensaba que la mejor manera de evitar los peligros podría ser construir un refugio en lo más profundo del bosque. Me imaginaba una de esas cabañas canadienses hechas de troncos, camuflándose por completo en la espesura. Los árboles crecían apiñados, yuxtaponiéndose hasta casi fundirse, formando un laberinto sin caminos definidos y una muralla de espejos que devolvía la misma imagen de vegetación por mucho que se avanzase. Por su naturaleza, este refugio no podía ser más que algo secreto y privado, intentar ampliarlo lo volvería vulnerable. Al mismo tiempo no era posible que fuera permanente, sino un lugar al que escapar cuando fuese preciso. Pese a todo, me negaba a ver las limitaciones de este diseño y deseaba hacerlo extensible a todo aquello que quisiese proteger, y protegerlo en todo momento. Ese era un pensamiento netamente infantil.
No hay ningún mecanismo de defensa que proteja de todos los peligros. Si se refuerza un aspecto, flojeará otro. Las murallas medievales que protegían las ciudades, acabaron ayudando a propagar la peste. Sin embargo seguimos construyendo murallas más altas y aparentemente inexpugnables, mientras el olfato ya atrofiado no nos permite identificar la podredumbre puertas adentro.